Siguiendo
una línea de este blog que es la de recoger textos antiguos que ilustran como
eran o como veían los contemporáneos sus
jardines ideales, adjunto la descripción
que hace Boccaccio en la Jornada Tercera
del Decamerón obra de 1349-51 que recoge
una serie de relatos que cuentan
un grupo de jóvenes florentinos que huyendo de la peste que asola
Florencia se recluyen en un palacio en el campo.
Haciendo
esta entrada en el blog cumplo dos objetivos: el primero es el de mostrar como
eran los jardines “trecentescos” toscanos y en segundo lugar celebrar el setecientos aniversario del
nacimiento de Boccaccio, nacido en Florencia en 1313.
Y después, deseosos de
descansar, fueron a una galería que todo el patio dominaba, y que abundaba en
cuantas flores permitía el tiempo, y en otras plantas. Y allí, cuando se
sentaron, llegó el discreto mayordomo y los reconfortó con valiosas confituras
y excelentes vinos. Tras lo cual hicieron abrir un jardín contiguo al palacio y
en él, que estaba todo murado, penetraron y les pareció al hacerlo que era de
maravillosa belleza, y atentamente comenzaron a visitarlo con detenimiento.
Tenía alrededor y por el centro muchos senderos amplios como carreteras y
cubiertos de pérgolas y parras que parecían prometer para aquel año gran
cosecha de uvas. Y todo estaba tan florido y tanto olor en el jardín se
mezclaba, que parecíales hallarse entre
toda la especiería nacida en Oriente. Rodeaban los senderos, cerrándolos casi,
rosales blancos y encarnados, y jazmines, con lo que, y no para la mañana (que
ya el sol estaba alto), podía caminarse por doquier bajo fragante y deleitosa
sombra, sin que el sol enojase.
Largo sería de contar cuántas y
cuáles y en qué forma ordenadas estaban y eran las plantas de aquel lugar, pero
no faltaba ninguna de las beneficiosas que nuestro clima consiente. Y había en
el medio (y no era lo menos, sino lo más elogiable de todo) un prado de
diminuta hierba, tan verde que casi negreaba, sembrado de mil variedades de
pintadas flores y rodeado de verdes y vivos naranjos y cedros, los cuales,
cargados de frutos maduros y tempranos y llenos de flor, no solo daban
placentera sombra a la vista, sino que regocijaban el olfato. En medio del
prado había una fuente de blanquísimo mármol, maravillosamente esculpida.
Dentro de ella, no sé si por naturaleza o por artificio de una figura que sobre
una columna había en el centro, brotaba tanta agua y a tal altura, para volver
a caer, con gratísimo son, en la muy clara fuente, que habría podido mover un
molino. Y luego la que sobraba en la taza salía del pradillo por oculta ruta y
por canalillos bellos y artificiosamente construidos lo rodeaba. Más tarde, por
caucecillos semejantes, discurria por lo más del jardín recogiéndose en una
parte donde salía, descendiendo límpida, a la llanura para, al fin, con gran fuerza y no pequeña utilidad del
propietario, hacer girar dos molinos.
…Y, caminando muy contentos y
haciéndose con varias ramas de árbol guirnaldas bellísimas, oían cantar hasta
veinte especies de pajarillos, cual a porfía;
y en esto repararon en algo muy bello que absorto en lo demás, había
hasta entonces escapado a sus ojos. Y era que en aquel jardín había como un
centenar de variedades de bellos animales, y de allí salían conejos, y de allá liebres,
y aquí descansaban cabritos, y paseaban cervatos, con otras muchas bestias,
excepto las nocivas, que, cual si domesticaban estuvieran, solazábanse a su
placer.
Boccaccio.
El Decameron
Traducción
de Juan G. de Luaces
Barcelona,
1972
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